lunes, 20 de junio de 2011

El Jardín de la Eternidad



Cuando era invierno, notaba el frío de aquel placentero lugar. La pradera estaba teñida toda de blanca nieve.



Cuando era primavera, notaba el calor y todo se cubría de verde. El cielo era más abierto y, casi siempre, más azul que gris.



En aquel lugar estaba con una chica de la que no sabía nada, ni si quiera su nombre. Pero fue como si la conociera de siempre, en los primeros días que llevaba en ese lugar, todo era paz y tranquilidad. No había dolor ni preocupaciones, solamente paz.



Un buen lugar, aunque extraño, pero bello.



No recordaba cómo llegué allí, y tampoco nada antes de todo eso. Solo conocía mi nombre y el de nadie más. No me preocupaba, ni me importaba.



La chica y yo estabamos delante de un lago, sentados a más o menos cinco metros, en la hierba.



No hablabamos, no hacía falta. No había más que el susurro del aire.






De pronto, una voz dijo mi nombre en mi mente. No sabría decir si era femenina o masculina...



La chica se puso de pie, alarmada y yo le pregunté qué pasaba.



-Al parecer... han conseguido encontrarte...



-¿De qué estás hablando?-pregunté, extrañado.



-Te mentí... Esto... no es... el paraíso.. -explicó-. Este es el mundo en el que el tiempo se ha detenido. Llega un momento en que todos olvidan por qué estan aquí. Yo tampoco consigo recordarlo.



-Debes marcharte, date prisa-añadió, con urgencia.



-Deberías venir conmigo...-le propuse.



Ella negó con la cabeza.



-Después de todo, sabes que somos diferentes...



La arena se alzó como un vendabal y empezó a cegarme, tanto que tuve que cerrar los ojos.



No veía nada, solamante había oscuridad y otras voces hablaron en mi mente, primero desconocidas y extrañas, luego familiares y después supe quien era quien.



Una lágrima salada salió de mi ojo, no de tristeza, sino de haber encontrado a quien tenía que encontrar

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