sábado, 31 de octubre de 2009

El reino de los cielos

Padre nuestro, que estás en el cielo,

santificado sea tu Nombre;

venga a nosotros tu reino;

hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo.

Danos hoy nuestro pan de cada día;

perdona nuestras ofensas,

como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden;

no nos dejes caer en la tentación,

y líbranos del mal.


Amén!

No sé si mis plegarias llegan en la morada de Dios. No sé el por qué de porque mi hijo murió, ni por qué mi mujer se suicidó después...
Sólo soy un simple herrero, pero tengo derecho a ser feliz; ahora lo he perdido todo...
Tan solamente me queda mi fragua, este taller... NADA...

Padre nuestro, que estás en el cielo,

santificado sea tu Nombre;

venga a nosotros tu reino;

hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo.

Danos hoy nuestro pan de cada día;

perdona nuestras ofensas,

como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden;

no nos dejes caer en la tentación,

y líbranos del mal.


Amén!


Otro día y otro rezo a Dios.
Me encuentro junto a un sacerdote, al lado de la fragua.
Estoy ocupado y no hablo, pero sí escucho lo que dice.
-La aldea no te quiere aquí... Si quieres que Dios perdone a tu esposa deberás marchar lejos, salir de Francia, tal vez... a Tierra Santa.
-¿QUÉ PERDÓN HA DE RECIBIR MI ESPOSA? -grité.
-Tu mujer era una pecadora por suicidarse, pero... ¿qué hará en el infierno sin cabeza? -dijo el sacerdote sonríendo maliciosamente.
Le miro, tengo una espada recién forjada del fuego. Le clavó en el vientre la espada al sacerdote y le empujo a la fragua. Veo que tiene el crucifijo de mi esposa en el cuello.
El sacerdote grita, se retuerce de dolor en el fuego. Meto la mano en el fuego, no retrocedo; necesito ese crucifijo.
Se lo arrancó del cuello y el taller empieza ha arder.
Cuando ya es por la mañana estoy tirado en el suelo con la mano dolorida, pero contento de tener el único recuerdo terrenal de mi esposa...
Pasadas unas horas viene la guardia del castillo, lo inspeccionan todo y me cuelgan en la soga...

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