viernes, 13 de enero de 2012

Child of the Blood

La sangre se iba secando en el frío suelo y la lluvia lo limpiaba lentamente. Pues apenas caían las gotas necesarias para limpiar todo esto. Todos estaban muertos -como debían haber estado siempre-.

¡Éramos los Hijos de la Sangre! Hijos de Ángel Sanguinius y como tales, heredamos sus maldiciones: la Furia Negra y la Sed Roja.

No podíamos apreciar ningún arte, excepto el de matar y devorar a nuestros enemigos, a la vez de ensartarlos y hacerlos sufrir en momentáneas agonías. Les provocamos la dolorosa muerte, que teman nuestro nombre.


Nos crearon a base de la sangre de nuestro progenitor y apenas tenemos una vida que pueda llamarse plena. Pero nosotros no teníamos una única personalidad, pero tampoco una personalidad como una colmena de insectos conectados entre sí. Los recuerdos de miles de los Hijos de la Sangre de Ángel Sanguinius estaban nuestro ser: en cada célula y molécula, recuerdo a recuerdo, herida por herida y sensaciones con sus respectivos sentimientos.


No somos humanos. No somos nada. Herramientas desechables por nuestra resurrección sin mérito.


No lograremos nada al haber nacido así, pero viviremos como lo dice nuestro sanguinario instinto y devoraremos hasta el tuétano de los huesos. Así más fuertes seremos y vosotros más débiles.


¿Podéis destruirnos? Claro que sí. Una simple bomba acabaría con nosotros, pero somos vuestros hermanos. Somos parte de vosotros y somos vosotros.


Mientras devoraba el cuerpo de la anciana regordeta, a la vez desgarraba sus piernas con mis garras. Dentellada a dentellada iba llegando a los huesos, pero yo buscaba algo más suculento que unos huesos tan débiles de aquella insignificante mujer. A cinco metros de mí, había un niño de unos siete años, con los ojos mirándome con un miedo aterrador. Pestañeé y el niño desapareció.

¿Una mala jugada de las mutaciones que iba sufriendo?

Tales cosas como el surgimiento de mis garras que ahora tenía, despareciendo los dedos de la simple mano humana que había tenido.

La visión se me nublaba y mi cuerpo temblaba. Temblores que aumentaban cada vez que ingería la carne y la sangre de la vieja.

Daba igual que fuera una presa sin valor. Pues no era el hecho de cazar honorables presas. Era el hecho de alimentarse, crecer y cambiar. Ser más fuerte. Cazaría hasta que me cazasen.

Mis hermanos se alimentaban poseídos por la Sed Roja que estaba en nosotros. La maldición de nuestro padre, que algunos se atrevían a llamarle el Gran Ángel de la Sangre. No era nada bueno, ni poético. No era nadie y nosotros tampoco.

Nuestras vidas solo conocían la muerte... y solamente teníamos dos días de edad.

Corriendo como el más poseso y hambriento de la jauría, me abalancé sobre uno de los guardianes del Santuario. Me propinó una patada en el vientre, y retrocedí gruñendo como un animal rabioso. Pero no era solamente rabia. Era la necesidad. El hambre y la sed. Era lo único por lo que yo y mis hermanos vivíamos.

La espada del guardián se ensartó en mi brazo, incrustándose en mis carnes y un alarido surgió de mi ser. Era un dolor que siempre experimentábamos y un congénere mío saltó sobre mi espalda y cayó encima del guardián, provocando la caída de éste. Como un meteoro cayendo sobre un planeta, caí encima de mi presa, abriéndole con mis garras la malla y tiñendo el suelo de sangre.

Todo combate era un éxtasis...

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