El guerrero estaba tumbado en el suelo, mortalmente herido. Tenía rasgada la negra ropa por el pecho, el tajo de una espada. De la herida salía sangre a borbotones, como un río que nunca pararía de dejar su cauce.
Junto al guerrero había una gran espadón del mismo tamaño que él, su nombre: Espada Mortal.
Así la llamaba. Y de pie, en frente del guerrero había otra persona, pero no era su enemigo. Un muchacho más joven que él mismo, con el pelo plateado, rasgos suaves como los de una mujer o los de un niño, ojos grandes e inexpresivos. Más allá, había un bosque de cerezos en flor.
Él comenzaba a ver borrosamente, pero logró ver más allá del chico de mirada inexpresiva las flores de los cerezos. Flores de un blanco limpio, perfecto.
-Perfectas... -murmuró.- Son blancas y... perfectas.
Luego dirigió una larga mirada al muchacho y le habló tosiendo sangre: Toma mi espada, éste, será mí legado. El muchacho se acercó al guerrero caído y vio que él perdía fuerzas y moría.
No podía hacer nada, salvo aceptar la gran espada de aquel guerrero caído y la asió por la empuñadura
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